Central (el centro neurálgico de la Ciudad del Hedonismo)
Cuesta arriba. El placer y el dinero aparecen si logras subir la cuesta. Imposiblemente empinada cuando el alcohol hierve por las venas. Hermosa en sus afeites nocturnos. Molesta en su resplandor artificial de turistas y ropa de oficina bajo la luz del sol. Pero siempre arrogante. Los años y las personas van pasando. Los nombres de los locales y el retumbar de las canciones de fondo van pasando. Pero la cuesta sigue bullendo de promesas, deseos, aflicciones, locuras, encantos, engaños, sonrisas entre lo resignado y lo vicioso. Es una pequeña conjunción de arterias que se ramifica silenciosa hacia gustos diversos para comunidades que prefieren separarse en algún momento de la noche. Quizás acabe siendo el último lugar de encuentro entre dos mundos. Quizá nunca lo haya sido. Espejismos, oropeles, cócteles imposibles, gente impecable que parece haber aprendido el secreto de los que no sudan. El lujo debe fluir sin interrupciones o todo este lugar perderá su razón de ser. Tierra de carne joven. Se ha de pagar tributo para ser aceptado aquí una vez la piel se ha estriado. No se acepta más decrepitud que la de los ancianos barrenderos que escapan al hambre trabajando hasta caer muertos. Su aparición indicará que el fin de la noche está cerca, y las calles dejarán nuevamente de pertenecer a los que cambian dinero por deseos, caricias por promesas, o mero olvido por un soplo de felicidad carnal. Con el día llegan los limpiadores, recuerdo obsceno y casi anónimo de la crueldad de esta ciudad; llegan también los empleados de las oficinas adyacentes, elásticos, agresivos, dinámicos, ambiciosos pese a carecer muchos de ellos de las fichas con las que se puede ganar en el tablero de ma-jeuk en este casino gigantesco; llegan los turistas de una China menos glamourosa pero cada vez más adinerada y desacomplejada, distinguibles por sus conversaciones sibilantes y estridentes y su simpleza casi ofensiva en el vestir; llegan los expatriados, de tez tersa y cuerpos cuidados, altos y veloces, displicentes con lo que les rodea, como si les asqueara reconocer que necesitan aquello que les disgusta tanto para mantener sus privilegios ya no tanto de raza como de clase; llegan las empleadas domésticas, muchas veces vestidas con su mejor conjunto, ansiosas en su esperanza de mezclarse con ese mundo de cuento de hadas y opulencia que sólo pueden entrever en un rato furtivo de escapada entre recado y recado. No llegan aquí los viejos de las viviendas de protección oficial, ni los desempleados crónicos, y apenas logran llegar algunos niños de una barriada pobre que se deslumbran ante la abundancia de objetos y culturas, plástico y viandas, que se despliega en carísimos cubículos comerciales. “Trabaja duro y algún día serás un empleado en una de estas tiendas u oficinas”, les dirá algún adulto incapaz de repensar la insensibilidad de su frase. Con mucha más probabilidad, serán las cadenas comerciales impersonales con el sello de lo global, las que acaben absorbiendo a estos niños ensimismados apenas sean adultos: dependientes, transportistas, ayudantes de cocina… También habrá un lugar para los menos privilegiados entre abogados, financieros, altos funcionarios y otras familias de estirpe respetable. Y para alimentar a los unos y a los otros, locales históricos donde se ha forjado la leyenda culinaria china se mezclarán con ofertas gastronómicas de todo el globo, normalmente acompañadas de estrellas y parabienes diversos. Y para los que carezcan del salvoconducto económico a los cielos de la gula, siempre habrá algún McDonald’s cerca, toda vez que los pequeños restaurantes familiares han sido ya engullidos por ese otro pecado capital que es la especulación inmobiliaria. Central, centro neurálgico del privilegio y el hedonismo. Parcela engañosa que parece dar la bienvenida a todos de manera democrática y generosa, incluso permitiendo que las pobres muchachas filipinas e indonesias se tumben a compartir la sombra los domingos junto a sus leones altivos broncíneos. Pátina pétrea de lo antiguo, de lo que se hereda, junto al destello deslumbrador de lo nuevo, lo que siempre renace y no llega a envejecer. Enorme escalera mecánica hacia los barrios pudientes que todos pueden usar, aunque a muy pocos les servirá. Central, centro neurálgico de la arrogancia y la ansiedad. Hermoso decorado para contar una historia de crueldad y desigualdad. Me han dicho que una vez tuviste un muelle cerca, mucho más cerca que ahora…
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