Bienvenidos a Mong Kok, el reino de los tenderetes donde revolver entre montañas de quincalla e imitaciones. El rojo y el verde, chillones, estridentes, como corresponde a este distrito, nos reciben al apearnos del metro o del tren. Aquí y allí, algún turista de trayecto corto, desorientado, maleta en mano, temeroso de preguntar a los veloces y a veces esperpénticos personajes locales que circulan en esta área. Ya sabes, la mala fama, aquí fueron los más radicales durante las protestas, aquí se esconden los sediciosos y los marginados, aquí reinan las triadas urbanas… y algo de eso hay flotando en el ambiente, sin duda alguna. Camina por los puentecillos metálicos hasta llegar a las arterias principales, nodos de tráfico interminable, taxis y autobuses de diferentes tamaños y colores, algún coche deportivo buscando aparcar quién sabe dónde o para qué. Todo en Mong Kok es secreto, subterráneo, en el límite de lo legal, puede que más allá ya. Otra vez las calzadas estrechas, reducidas aún más por las mercancías apiladas a la puerta de cada tiendecilla, los entramados de bambúes escalando hacia un cielo perdido, casi invisible, y la cercanía casi obscena y amenazante del tráfico incesante. ¿Polución? Sí, claro, si vives aquí has de saber que es parte del precio a pagar. Mejor frecuentar estas avenidas y calles que se atraviesan cuando se es joven, poco queda ya para los ancianos en esta zona: un pequeño mercado de pájaros, jaulas cubiertas como metáfora del lugar; un mercadillo de flores, arrinconado y asfixiado en una esquina del distrito; unos cuantos mini estadios, parques, y algún restaurante superviviente de la vorágine especulativa y la tradición malévola de los protectores pagados, también llamados gánsteres. Por favor, adéntrense en estas calles y callejuelas, observen los colores, huelan las frituras y las mezclas imposibles presentadas a precios adolescentes, vean los juguetes construidos por los menos privilegiados de la cada vez más pujante sociedad china, los recuerdos asiáticos reproducidos hasta el absurdo en jades y oros de factoría, los relojes baratísimos que marcan el absurdo de querer medir el tiempo con la muñeca de los ricos, los pececillos multicolores, encerrados en minúsculas bolsas de plástico esperando un hogar al que traer buena fortuna, la ropa de uno o dos dólares que promete pasar por veinte veces su precio, las zapatillas que todo niño debe anhelar…consuman, coman, vistan, compren, empujen y sean empujados. No es lugar para las buenas maneras. No es lugar para reclamar. Es el Asia industriosa, terrible, tópica, es una China que se ha desplazado a otros países pero todavía existe como ejemplo de milagros al servicio de Occidente. ¿Por cuánto tiempo más? Aproveche hoy, mañana ya no estaremos aquí, o quizá usted ya no estará… Densidad. Horror al vacío. Impermanencia. Obsolescencia. Y para huir de tanto agobio y excitación, esos locales secretos dentro de los viejos edificios. Unas escaleras de piedra, sucias, pintarrajeadas, y una puerta que alguien abre para mostrarte un restaurante o un café de imposible elegancia o inocente modernidad, copiado de Seúl, de Tokio, de cualquier lugar cercano que no sea China, porque China ya está por todas partes y no es necesario copiarla. Un poco más allá, un puente en desuso, bloqueado, repleto de mendigos y desequilibrados sin techo que nos recuerdan que no todo el mundo viene a Mong Kok a divertirse y consumir. Al otro lado del distrito, calles de edificios rosados cubiertos de pósteres invitándonos a masajes, a beber junto a muchachas sonrientes, a entrar en una zona turbia donde las autoridades prefieren acelerar al pasar. Karaoke para los chavales. Locales de apuestas para los que creen que el destino les reserva un soplo de suerte o de miseria absoluta. Peligro. No quieras hacerte una foto con esa gente con los brazos cubiertos para que no se vean los tatuajes. No es el lugar ni el momento para los turistas. Esto es placer y dolor local, nada bueno sacarás metiéndote aquí. Mejor vuelve al centro, junto a la entrada de metro. Sí, ahí está el gigantesco centro comercial, seguro que han preparado algo nuevo para entretenerte dentro. Y es más seguro. Y más limpio. Quédate ahí. O pasea por la gran avenida Nathan, observa cómo las joyerías se desgañitan en mandarín buscando clientes reacios, o los restaurantes, asépticos nombres de gran cadena, se llenan de gente de mirada triste y perdida en la nada. ¿Qué le pasa a este lugar? ¿No era acaso un epicentro de entretenimiento y alegría? En algún momento nos percataremos de que la suciedad se acumula, se oscurece, veremos a los pobres durmiendo en un colchón discretamente alejados de la multitud, a los ancianos desorientados, a los visitantes abrumados, incluso si son sólo unos cuantos kilómetros los que les separan de este barrio, de este mundo aparte que no es más que una mera aglomeración en falso de todos los mundos, una ilusión de escapismo que se difumina y nos deja melancólicos, insatisfechos. Adiós, Mong Kok…
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