Friday, August 9, 2024

La Ciudad de la Violencia (XIII)

El sacerdote corría presto y energético, alzando los faldones de su sotana con la velocidad de sus pasos nerviosos. Firme en su mano, doblado el brazo cerca del pecho, llevaba el Libro Sagrado, exterior de piel e interior amarillento por un supuesto uso. En su rostro revelaba la excitación infantil del que corre sin concebir siquiera la posibilidad de abandonar la prisa de las tareas asignadas. La mirada recta en el frente, para que todos en la calle admiraran su concentración. ¿Qué podría pasar por la cabeza de tal personaje? Sólo pensamientos de provecho para la comunidad, claro está… La inmundicia del día a día no le alcanzaba. Ah, pero qué placer chapotear en esa miseria y sentirse incólume. Es la bendición de los elegidos. Claro, como él. No como esta gente mugrienta que le observaba entre divertida y solemne. ¿Qué sabrán ellos de solemnidad? Solemnidad la del rito, la del esfuerzo por perpetuar la sumisión y el homenaje. Ya podían aprender estos harapientos. Sus mentes se habían torcido y deformado al pasar de los años. Poco se podía hacer ya por ellos. Aunque los niños… la pureza que hay que aislar y moldear. Sí, necesario el moldeo. Sus dedos…Esa visión viscosa y lacerante en su albor, divinidad intuida. Sólo atisbos: al cerrar los ojos en el canto, en la humareda embriagadora de la oración en grupo, en la cercanía con…Bah, sonrisa. Todo se les perdona a los elegidos para guiar, a los que, como él, vienen de una estirpe de pastores sin fisuras. Destinados antes de nacer. ¿Por qué no entenderán estos mugrientos que es inútil resistirse al designio divino? ¿De qué les sirve subvertir lo establecido con aspavientos de mico y poner el mundo boca abajo? Sólo para que el infierno acabe en el cielo. No lo entienden. No lo aceptan. Ignorantes. Deben ser castigados. Ah, el placer del castigo al impío. La herida abierta que llama a los inicios de la existencia. El recuerdo perenne en la carne. Sumisión. Donde hay un señor los siervos sufren y aceptan. Ah, la carne. La tocas y piensas en la vida y la muerte, juntas. Sublime. Horrible. Otra vez esa pulsión, siempre esperándote en la sombra… El rostro del sacerdote se contraía en un gesto involuntario y fugaz, asco o dolor, nadie lo podía saber con certeza. Dignidad. Autoridad. Respeto. Otra vez esos labios distendidos en la placidez del que controla el poder. Mejor así. Somos uno. Religión y estado. Eficiencia y consuelo. Eso o algo mucho peor. ¿Por qué existirían necios que se resistían con tal ahínco suicida a aceptar esta verdad? Peor para ellos. Se merecían su final. Que los perdonaran en los cielos. Quizá. O no. Nunca. Castigo. Sacrificio. Algunos tan jóvenes, casi bellos, como esa muchacha hace unos días. Pobre. El rostro bovino, congelado por el terror. Y tanta sangre, por todos lados. Entereza, la presencia del sacerdote fue necesaria. Momento transcendente, aún en su bajeza y pestilencia. La composición de la escena tenía algo de hermoso en su horror. La religión salva, la religión purifica. Es solución universal y fin último y redentor. Incluso para el renegado. Especialmente para este. ¿Cómo podríamos aceptar algo diferente? Nada le ha de ser ajeno a nuestra moral. Ley de vida. Y de muerte. Sobre todo de muerte, si fuera necesario. El Mal surge del desvío y el alejamiento de este camino, del cuestionamiento. Lo que está es, y para lo que falta está la palabra sagrada. El resto es innecesario. Deletéreo. Mala hierba a ser arrasada. Y si en el pasado no se alcanzó una resolución, fue por falta de fe. Ahondar en el propósito, redoblar esfuerzos, perecer o hacer perecer como extremo, pero nunca desviarse. Eso jamás. La duda mata. A ellos al menos los mataría, si yo encontrara la semilla del descreimiento en su interior. Qué gran responsabilidad la mía. Buscar, hurgar, encontrar, extirpar. Denunciar. Ejemplificar para que la comunidad se purifique. No puedo flaquear. Apretar los dientes. Ya está. Y seguir. Impertérrito a la duda. A la súplica superficial y engañosa. Sólo el dolor puede redimir. Y enseñar la dirección correcta. Cuidado, no tropieces. Este pavimento es engañoso. Como la vida. Y por eso me necesitan. Dame fuerzas, oh, Dios. Sonrisa.

Entre estos y otros pensamientos volanderos discurría el trotar del sacerdote por las calles, su territorio de custodia y trabajo. Todo el mundo era fiel devoto y observante de los ritos en la Ciudad de la Violencia.


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