Los capataces alcohólicos
Un día gris y lluvioso, como casi todos en el último ciclo, un informe confidencial llegó a la mesa del alto comisionado ministerial. Se había detectado un fenómeno peculiar, cuanto menos: la práctica totalidad de los capataces o mandos intermedios sufría de alcoholismo y otras adicciones diversas y deletéreas.
La mayoría desarrollaba estos problemas de conducta personal tras pasar algún tiempo ejerciendo su cargo, aunque algunos arrastraban un historial previo de abuso de sustancias, y era como mínimo cuestionable el que hubieran llegado a posiciones gerenciales pese a la constancia de tan poco edificantes hábitos.
Para los todavía jóvenes, el alcohol era un motor energético con el que potenciar su rendimiento y aumentar su agresividad en las situaciones de conflicto con los subordinados. Para los más mayores, era más bien una laguna espesa en la que sumergirse y olvidarse de la rutina ingrata de transformar diariamente el lugar de trabajo en un campo de batalla donde el enemigo vestía tu propio uniforme.
Resaltaba el informe la insistencia de los gerentes en que los empleados a su cargo también bebieran, incluso durante las horas de trabajo. Especial énfasis se ponía en iniciar en el consumo a abstemios y virtuosos, puesto que su actitud, además de arrogante, iba contra el espíritu corporativo de todas las instituciones. Especial placer parecía causar en estos capataces el arrojar al abismo del vicio a aquellos pobres empleadillos que más se resistieran, para después señalarlos, perseguirlos y expulsarlos bajo las más graves acusaciones de irresponsabilidad e improductividad.
¿Cómo circulaban tamañas cantidades de alcohol y otras sustancias por las oficinas y fábricas de la ciudad? ¿Quién lo introducía y qué beneficio obtenía por ello? Estas eran preguntas que nadie parecía capaz de contestar. Circulaba el rumor de que un agente de orden interno demasiado audaz -los periodistas, por cierto, habían sido ya todos exterminados o transformados en propagandistas oficiales- había pretendido indagar en estos asuntos, y no había tardado en desaparecer y ser dado oficialmente de baja, así como su investigación cerrada por falta de personal cualificado disponible.
El exceso de alcohol daba un aire de loco salvaje a los capataces, y los altos mandos se congratulaban del efecto intimidatorio. Los empleados obedecían, bebían, vomitaban, trabajaban si podían -esto era secundario, gracias a la tecnificación-, a veces lloraban y parecían hablar solos, y de vez en cuando alguno se suicidaba. En resumen, todo marchaba correctamente.
Sin embargo, las facturas médicas, y el hecho de que algunos capataces demasiado viejos para seguir bebiendo quisieran abandonar públicamente su hábito por cuestiones de salud, emborronaba el futuro de estas prácticas. Quizás, llegados a cierta edad, debería considerarse el suicidio también entre las clases bajas gerenciales, pensaban desde los sillones ministeriales.
¿Por qué bebían los capataces? Sus respuestas eran variadas, pero parecían todas insinceras. ¿Desarrollaron el hábito por su propia voluntad o como imposición? Ninguno parecía recordarlo. Un capataz de aliento fétido y mirada torcida lo resumió así: "Al fin y al cabo, beber crea comunidad en la ignominia. Y eso puede ser muy útil de cara a futuras situaciones".
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