Sunday, July 13, 2025

El Triángulo Dorado - Prólogo/Capítulo 1 (borrador)

 Campo de inmenso rojo ondulante. Campo de sangre. Antiguo reino olvidado y recluido, azotado por los truenos devastadores de la política global. Aquí reinaban los monjes, y unos cuantos matones locales conchabados con ellos. Pero los sobresaltos eran escasos. La vida era pausada, predecible. Incluso, especialmente, la crueldad. Existía un código moral de asunción tácita que permitía la continuidad en el desastre, en la pobreza, en una bonanza que ni siquiera podía ser imaginada con trazos claros. No había tristeza que no pudiera ser disipada en el humo entre verde y azulino de unas cuantas pipas, a ser posible compartidas con amigos o familiares. A la vuelta del mundo brumoso de los sueños la vida seguía ahí, impertérrita, esperando ser retomada. ¿De qué podía valer el lamentarse?

Hasta que llegaron los extranjeros. Los demonios blancos subvirtieron el orden de Cielo y Tierra con sus máquinas de guerra y su ciencia fulgente, deslumbradora. Su visión del mundo. Su lengua, sus costumbres, sus dioses. Su altura, su eficiencia. Su violencia, su crueldad. De repente había otro mundo irrumpiendo en este, un nuevo orden. Mal que bien, nos adaptamos. Poco a poco, volvió la normalidad para la mayoría. Dicen que los reyes habían hecho un trato con estos demonios blancos. Dicen que los monjes, de alguna forma, también pactaron con los demonios. Quién sabe. Más amos a los que servir. Aparecieron nuevos oficios. Los mapas se ensancharon, aunque nuestra tierra pareció empequeñecerse sobre el papel. Nos comenzaron a hablar de las grandes bondades del comercio internacional, del milagro de enriquecerse haciendo que las mercancías se muevan. Todo esto nos mareaba, hacía que la vista se nos nublara y los números nos revolvieran el estómago y tuviéramos arcadas. Y así seguimos viviendo.

Hasta que, un día, llegaron los vecinos odiados. Eran multitud, miles de ellos, y todos uniformados. Verde y azul. Cascos y gorras. Fusiles, pistolas, botas gastadas. Miradas sombrías. Miedo, pero sobre todo odio, rencor. Supimos que huían. Alguien no los quería en su tierra. Llevaban en las caras el estupor de haber sido expulsados y humillados sin esperarlo. La gleba eran pobres campesinos como nosotros. Similar color de piel, rasgos y formas parecidos. Pero los generales llevaban un diablo quemándoles dentro. Eran más destructivos y peligrosos que los mismísimos occidentales. Su líder se llamaba Li, y su crueldad pronto se hizo dominio público. Li era un militar, adusto, orgulloso, taimado y comedido, pero había una palabra que hacía brotar la rabia animal y la mayor violencia de su cuerpo: comunismo.

El carácter demoniaco de estos generales lo probaba su aparente amistad y buena relación con los occidentales. Solían reunirse durante varias sesiones de muchas horas, para después caminar por las calles como si la ciudad les perteneciera -quizás esto fuera ya cierto- y dar órdenes a todo el mundo. Pobre de ti si no agachabas la cabeza y obedecías. Especialmente, al general Li le gustaba ir a los campos de cultivo, sobre todo el de amapolas. Las largas hileras de copas rojas esperando ser recogidas se convertían en destellos flamígeros en sus ojos achicados, y una sonrisa curvada brotaba en su rostro, por lo general pétreo. Solían acompañarle varios occidentales. Americanos, creo que les decían. Estos eran mucho más expansivos en su gesticulación, reían con estruendo y lanzaban sus conjuros en esa lengua que llaman inglés. Luego volvían a sus cuarteles. Todos cuidaban de apartarse de su camino. Excepto aquellos que habían fumado demasiadas pipas ese día, y vivían brevemente en otra realidad más hospitalaria.

Y desde entonces, mi gente llora lágrimas rojas en campos de sangre.

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