Esos signos relucientes, intrincados, gigantescos. Penden sobre nuestras cabezas amenazadores y lúdicos a la vez. Te deslumbran, y te impiden mirar hacia delante al caminar. Todo el mundo camina en las calles comerciales mirando a los lados, a los escaparates, las ofertas, las cadenas interminables de objetos de consumo efímero que se te ofrecen en un escenario como de dibujo animado. Y, sin embargo, la tristeza está ahí, escondida, maquillada por el reflejo del neón, una sensación de vaciedad entre la maraña de cosas inútiles. A todos nos falta algo en este lugar, todos caminamos tarde o temprano con ese hueco doloroso que nos acecha: la impermanencia, o el egoísmo, o la intrascendencia.
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