Wednesday, August 20, 2025

La Ciudad de la Violencia (XXII)

 El hombre en la carretera se confundía por momentos con una gran mancha de líquido negruzco en el medio de la línea divisoria. Su avance era lento, penoso, diríase agónico. Los brazos se colocaban para impulsar el tronco y, como una pequeña araña a punto de desfallecer saltando en su huida, movían el cuerpo un poco más allá en la dirección perseguida. La vista de los observadores se dirigía sin remedio a los muñones de lo que habían sido una vez piernas, y una sonrisa maligna tensaba sus rostros:

-¿Te acuerdas de cuando estaba en la mesa, retorciéndose y gritando como una mujer de parto? ¿Cuántos cubos de sangre sacamos ese día? Fue un trabajo fino, ¿verdad? Nunca creí que se pudiera cortar tan arriba y que el pobre infeliz no se desangrase hasta la muerte. Una sección perfecta. Deberían mandar a los estudiantes de medicina a aprender de nuestras sesiones...

-Cállate, joder, ¿cuánto crees que durará antes de reventar? Lleva ya varios kilómetros recorridos así. Las manos van a desollársele. Eso si no muere de una insolación antes. Deberíamos prohibir a los ciclistas y paseantes que le den ningún líquido.

-¿Y qué más da? Es más divertido así. ¿Tienes algo mejor que hacer, acaso? Te apuesto cien dólares a que hoy no es capaz de hacer más de cinco kilómetros, pero seguirá igualmente tras descansar un poco en la noche. No le queda otra. Le hemos quitado las piernas, y también la dignidad. Su única meta ya en la vida es arrastrarse hasta reventar, como una alimaña, y servir así de advertencia y escarmiento para los demás.

-No me gusta que otros se paren a hablar con él, y le ofrezcan cosas. No podemos oír lo que dicen. Deberíamos haberle cortado las manos también. A ver cómo se arrastraba entonces.

-No; es más entretenido así. Necesitamos justificar todas estas cámaras de vigilancia y seguimiento. Si te preocupa que le vean como a un mártir, podemos enviar a un grupo de muchachos para que se burlen de él y le den una paliza. ¿Qué te parece?

La boca del observador se contrajo en una mueca que pudiera haber significado el inicio de una frase, para luego frenarse y congelarse en un pensamiento intenso:

-¿Por qué demonios lo hace? ¿Por qué sigue caminando, si sabe que podemos pararle y destruirle, terminar nuestro trabajo en cualquier momento?

-Es el orgullo del condenado, el que sabe que va a morir de cualquier manera.

-Eso podría ser peligroso para nuestra imagen.

-No, matarle ahora sería un signo de debilidad. Déjale arrastrarse un poco más.

En la carretera el hombre continuaba su avance entre gemidos y resoplidos. El sudor caía copiosamente por su rostro agostado. Los músculos de los brazos se tensaban inesperadamente, y los dedos de las manos parecían transformarse en las patas de un animal amenazante que que quisiera asirse al pavimento para arrastrar su caparazón. Los viandantes, en su mayoría, se apartaban y bajaban la vista asustados quién sabe de qué. A los niños se les tapaban los ojos y se les pedía que aceleraran el paso. Un trauma visual a una edad temprana podría generar malos ciudadanos en el futuro. Nadie preguntaba qué le había pasado, ni siquiera los pocos que se le acercaban...

La obstinación del mutilado, su voluntarismo obsceno, eran en sí un desafío a la eficacia del castigo, y a la vez una derrota de la razón.

¿Por qué no darse por vencido y pedir una muerte liberadora? La muerte os hará buenos súbditos de una vez por todas.

-¿Escuchaste lo que dijo al celador cuando le depositaron en el camino? Quería llegar al Palacio Central para reclamar su inocencia y presentar una queja. Delirios de imbécil.

-¿Quejarse de quién? ¿De nosotros? Nos hemos limitado a seguir el protocolo. Incluso, una interpretación estricta nos hubiera permitido matarle ahí mismo, en la mesa.

-Sí, debió habernos escuchado y haber colaborado. Nos ampara el protocolo. El protocolo...

Los dos observadores se miraron entre sí. Sabían que una carcajada estaba a punto de estallar fuera de sus gargantas. Pero un extraño sentimiento súbito se lo impidió, no se sabe muy bien si pudor o cansancio.

-¿Recuerdas la razón que nos dio para no colaborar y confesar? ¿Qué dijo el muy subnormal que era lo que se lo impedía?...

-Principios. El muy gilipollas.

-Sì. Principios. Absurdo. Mira, sigue arrastrándose. ¿Le quedará algo de agua?

-Quién sabe. Estoy empezando a perder el interés en este sujeto. ¿Te has apuntado al juego del viernes?

-No. Mi señora y yo vamos al teatro. Una obra del grupo de teatro de la parroquia...

En la carretera, morosamente, cada vez más lento, un bulto se arrastraba intentando evitar el escaso tráfico, mirando con pupilas hinchadas a los que pasaban a su alrededor, concentrado en su avance desesperado y casi demencial. En sus labios, un balbuceo en sordina se mezclaba con los jadeos del esfuerzo: cruel, cruel, digno...


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