El templo de los diez mil budas
Escondido tras varias moles de acero y cristal, burocracia y consumismo, apenas señalizado, como si buscarlo fuera una excentricidad de viejos supersticiosos y turistas aburridos de pasear por centros comerciales. Colina estrecha y de maleza agobiante (aquí los dioses se cobraron la vida de la guardiana no hace mucho), entrada sucia y mal atendida. Y, sin embargo, ahí están: sonrientes, falsamente solemnes, indescifrables. Las curvas no permiten visualizar el recorrido completo. Los insectos y el bambú creciendo a los lados completan el contraste, el exotismo. Desconfianza. ¿Realmente es algo serio? ¿Realmente la vida lo es? Cada rostro es diferente, varían las posiciones, las caras te ignoran o te interpelan. Sube. Gira en la curva. Ahora hay escalones de piedra. ¿Ves mejor la hilera? No interpretes. Movimiento. Sé parte. Asciende. El sudor. Estar vivo. ¿Lo están ellos? ¿Alguien lo está en esta ciudad? Míralos. Se burlan de tu esfuerzo. O quizá te dan la bienvenida. ¿Son sinceros? Sus códigos son impenetrables para alguien como tú. ¿Falta de conocimiento, distancia cultural? Los signos te avisan: falsos monjes pululan por la zona pidiendo limosna. Evítalos. ¿Sientes vergüenza por ellos o por ti? A medio camino, objetos inverosímiles. Una bicicleta estática, ¿abandonada o puesta a propósito? Un triciclo a motor, ¿cómo habrá subido hasta aquí? Sigue subiendo. Un poco más arriba venden tofu azucarado en sopa de jengibre o refrescos. Era de esperar. Continua. Mira la ciudad, aparentemente lejos, al otro lado de la colina, la autopista y los rascacielos residenciales. Enmarcado entre estos cuerpos dorados y atemporales, el ahora se difumina, pero no sabes si es trampantojo o necesidad. Más escalones, más giros. Ellos siguen absortos en sus técnicas de meditación, de escapismo quizás. A medida que nos acercamos a la puerta de entrada, aumentan las poses obscenas y ridículas. Esta no es una experiencia trascendente. Nada lo es. Todo lo es. Bienvenido. Flores rosas y budas gordos en un fondo rojo. Imágenes de diosas asiáticas que podrían ser adoradas a miles de kilómetros por personas más oscuras. Es una hermandad ajena al Occidente. Quizá quiera serlo intencionalmente. Colinas. Montañas. No hay aire acondicionado aquí. Tampoco tiendas de muebles europeos, esas quedaron más abajo. Las imágenes parecen ahora más solemnes. Las cajas de donaciones se multiplican. Unas escaleras más alejadas llevan a otro pabellón, rodeado de viejas construcciones en ruinas, piedra cubierta de musgo. La torre en la esquina es diferente. Rectángulo de pequeños guerreros de piedra gris, todos amenazantes, violentos. ¿Sientes la energía? No entres, no saques fotos. Márchate. No es para ti. Baja las escaleras. ¿Tienes prisa? Los budas se burlan de ti como despedida. Fila dorada de vuelta a lo moderno, al plástico, a la inanidad. A tu mundo. ¿Qué fue esta experiencia? ¿Broma o trascendencia? ¿Cómo estar seguro? Al pasar junto a las oficinas gubernamentales reparas ahora en la puerta con un gran arco chino de piedra en la esquina de la calle. Gente local entra allí con gesto adusto, flores y construcciones de papel. La ceniza flota en el ambiente. No entres a tomar fotos, turista idiota. Respeta los cementerios. No hay budas burlones aquí. ¿Te sientes mareado por esta concentración de credos, costumbres y actitudes? Entra en el centro comercial. Siéntate y come un helado. Vuelve a tu país. Antes de que los fantasmas de estas colinas se rían de ti. Antes de que los budas dorados cierren la fila y te atrapen para siempre. ¿Quién es el burlado ahora?
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