Tuesday, April 2, 2024

Geografías locales XIV

                                             Kennedy Town

Larga línea recta cortada por una curva cerrada en la que solía acabar el mundo de los negocios y la opulencia, hoy límite difícil de distinguir desde que ese puerto destartalado y negro como el plástico quemado sobre el asfalto se empezó a transformar en divertimento de occidentales de segunda categoría, y los estudiantes de la más sagrada institución educativa decidieron desparramarse por unas viejas calles en proceso de renovación. Barriada vertical, dividida en todos los sentidos por ese ascenso desde las aguas de industrialidad purulenta y proletaria, ras de mar donde lo humilde y lo gentrificado se observan con mutuo desdén; escaleras antaño pétreas y hoy motorizadas para que suba el dinero, suban las expectativas camino de la carretera de Pokfulam, de las familias rancias y respetables, con esa parada obligatoria en una universidad envuelta en pieles de serpientes varias, unas occidentales y otras autóctonas, reclamo turístico de los que trivializan la historia y sus divisiones para abarrotar aplicaciones sociales por todo el mundo; y, una vez superado el test de inteligencia y buenas maneras, o comprado su certificado equivalente -dirán algunos que es en realidad lo mismo-, más arriba aún, colina arriba, hacia la aristocracia sin historia de los que administran en nombre del poder, sea este el que sea.

Volvamos a ese puerto tristón y descuidado, a ese final abrupto de la ciudad y comienzo de la estrecha y clasista carretera costera. Fin de los hierros y cables del tranvía, fin de los restaurantes tradicionales y de los jóvenes y agresivos cocineros de Europa en busca de fama en el Oriente. Aquí ya no queda nadie que recuerde cuando los barcos se acercaban al figón cargados de pescados o mercancías. Eso fue en tiempos pretéritos. Las estilizadas torres boutique y sus apartamentos alquilables por días crecen voraces desenraizando a las comunidades dependientes de subsidios y sus construcciones interiores, patios secretos, ciudades enanas que nunca supieron ni quisieron entender la jerga de los fantasmas blancos que iban y venían un kilómetro más allá. Yo recuerdo a una muchacha que creció en uno de esos patios y que sabía mirar al mar y verlo siempre bello pese a la polución y la basura acumulada. Me pregunto dónde estará ahora. Habrá cruzado al otro lado del Puerto Victoria con sus padres, probablemente, más cerca de China y lejos de esos gwailos engañosos e incomprensibles como el que escribe esto, molestos e impúdicos en su afán de multiplicarse y cambiar el rostro de estas calles. Recuerdo también una calle con nombre de terraza, suspendida entre escalones de piedra y tráfico sobre nuestras cabezas, refugio de gatos, árboles infinitos y de un templo capaz de asustar a más de un adulto supersticioso por las noches, bendición económica para los que alquilábamos allí. Hoy ya no queda nada de eso. Estudiantes del otro lado de la frontera, occidentales ambiciosos, pero no lo suficientemente privilegiados, jóvenes profesionales hartos de tradiciones e imposiciones paternas. Supongo que no es mejor ni peor que aquello que yo viví, pero me produce vértigo la velocidad, la impermanencia del lugar. Empiezo a sentirme obsoleto, una antigualla. Improductivo, incluso. Innecesario, como esos viejos que caminan y observan las nuevas torres en construcción, los restaurantes con menús incomprensibles y precios obscenos. Sacude la cabeza y aprende a hacerte invisible. Márchate. Yo lo hice hace ya tiempo, antes de que llegara la línea de metro y su culebreo desintegrador. Ni siquiera me atrevo a volver. Recuerdo los autobuses abarrotados de empleadas domésticas los fines de semana, un cementerio cubriendo la colina entre tétrico y hermoso por su contraposición con la línea del mar, la dignidad engolada de los vecinos una vez se llegaba a Pokfulam, el contraste con lo de abajo; y, sin embargo, nunca quise subir colina arriba. Mis ilusiones nunca estuvieron allí. Ahora sé ya que nunca podrán estarlo. Kennedy Town, quizá un día morimos juntos tú y yo, nos transformamos en recuerdos fantasmagóricos flotando en esa terraza perdida, y ninguno supimos notarlo. Nadie sabrá apreciar la tragedia de nuestra pérdida. Los martillos que horadan la tierra para levantar esas nuevas torres relucientes retumban demasiado para que nadie escuche nuestros susurros.


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