Tuesday, April 30, 2024

La Ciudad de la Violencia (IX)

- Señor, hoy ha vuelto ese individuo, malencarado y sucio, con sus quejas y peticiones. ¿Debo contestarle?

- En principio, no. Ignórale. Es una señal de debilidad escuchar al débil.

- Pero yo me pregunto si no habrá algún eco, un mínimo resquicio de verdad en lo que dice en su demanda, señor. Está pidiendo que se le explique lo que le sucedió a su familia, nada más…

- ¿Nada más? Idiota. Siempre hay algo más. Siempre hay un ejercicio de mala fe en cuestionar los procedimientos de la Ley y sus resultados. Esa gente debería estar agradecida de que no les metamos a todos en una celda y les dejemos pudrirse ahí. Sería un bien para la sociedad, ¿no crees tú, muchacho?

- Sí, señor, pero…

- Veo dudas en ti. No durarás mucho en este cuerpo gubernamental si tienes tanta zozobra dentro. Deja de preguntarte dónde está o deja de estar lo moral y te sentirás más fuerte. Serás más eficiente. Y eso es lo que importa: la eficiencia. Para eso estamos aquí.

- Sí, señor.

- Además, nosotros somos tu familia. No somos un trabajo, somos mucho más que eso. ¿Escupirías tú a la cara de tu familia? ¿Pondrías en duda la integridad de los tuyos? No lo harías. Entonces, ¿por qué lo haces con nosotros? ¿En qué nos diferenciamos?

- Quizá en algún momento hubo un exceso de…no sé, celo, podríamos decir. Es lógico que ese pobre diablo se sienta desasosegado. Son varios meses ya sin saber de su esposa y sus hijos. Y yo he intentado buscarles en nuestros registros, pero algo falla, porque no aparecen, es como si…

- ¡Desgraciado! ¿Qué les has buscado en nuestros registros? Eso es una falta grave por tu parte. Los informes son suficientes. Los registros son inescrutables. Lo que hay es lo hay, y lo que no está no existe. No debe existir. Los procedimientos son infalibles. Son nuestra gimnasia diaria. Si los abandonamos, si los mancillamos, seremos derrotados por el caos. ¿Qué son ellos, los que protestan ahí fuera, muchacho?

- Son…gente descontenta, gente que…

- Son el caos. No hay más orden posible que el nuestro. Por tanto, ellos son el caos. Recuerda esto si quieres seguir perteneciendo a esta familia y disfrutando de sus privilegios.

- ¿No sería posible que se hubiera cometido…que esa mujer y esos niños estén…?

- No seas tan estúpido como para verbalizarlo. Lo que no se dice, no se registra. Lo que no se registra, no existe. Y no, no es posible. Aún cuando la pestilencia que emana de las mazmorras de los bajos de este edificio te hiera el olfato y te haga llorar sin que sepas por qué, no es posible. Los que dicen que esos olores son cadáveres, son extremidades desmembradas, solo se buscan su ruina. Son sólo los restos de los banquetes de los altos cargos. Son las letrinas de los poderosos. Nada más. Nunca podrán ser nada más. No seas estúpido o te enviaré a conocer esos pisos bajos, muchacho. No arruines tu vida. Eso es lo importante. No los demás. Tú, y nosotros. No ellos.

- Sí, señor.

- Ahora, ¿qué vas a hacer con esa queja y esa solicitud de revisión del caso?

- Enviarla a los tribunales de conducta, señor. Es sospechosa de falta de respeto a la autoridad y de actos antipatrióticos.

- Bien, muchacho, veo que vas a ser un buen hijo de este gobierno. De cualquier gobierno. Necesitamos gente como tú. Buenos ciudadanos. Positivos. No escoria mal vestida y retorcida. Nosotros somos la línea recta. No ellos. No dejes que te confundan con sus palabras ladinas. Nosotros somos tu familia. Ábrete a nosotros y sé parte. No te hundas en el fango de los perdedores. Disciplina y entereza, muchacho. Recuérdalo.

- Sí, señor. Gracias por su tiempo y sus consejos, señor. Es mi buena fortuna tenerle como maestro en estas lides.

- Bien, hijo, bien. Así debe ser…


Thursday, April 18, 2024

Geografías locales XV

                El templo de los diez mil budas

Escondido tras varias moles de acero y cristal, burocracia y consumismo, apenas señalizado, como si buscarlo fuera una excentricidad de viejos supersticiosos y turistas aburridos de pasear por centros comerciales. Colina estrecha y de maleza agobiante (aquí los dioses se cobraron la vida de la guardiana no hace mucho), entrada sucia y mal atendida. Y, sin embargo, ahí están: sonrientes, falsamente solemnes, indescifrables. Las curvas no permiten visualizar el recorrido completo. Los insectos y el bambú creciendo a los lados completan el contraste, el exotismo. Desconfianza. ¿Realmente es algo serio? ¿Realmente la vida lo es? Cada rostro es diferente, varían las posiciones, las caras te ignoran o te interpelan. Sube. Gira en la curva. Ahora hay escalones de piedra. ¿Ves mejor la hilera? No interpretes. Movimiento. Sé parte. Asciende. El sudor. Estar vivo. ¿Lo están ellos? ¿Alguien lo está en esta ciudad? Míralos. Se burlan de tu esfuerzo. O quizá te dan la bienvenida. ¿Son sinceros? Sus códigos son impenetrables para alguien como tú. ¿Falta de conocimiento, distancia cultural? Los signos te avisan: falsos monjes pululan por la zona pidiendo limosna. Evítalos. ¿Sientes vergüenza por ellos o por ti? A medio camino, objetos inverosímiles. Una bicicleta estática, ¿abandonada o puesta a propósito? Un triciclo a motor, ¿cómo habrá subido hasta aquí? Sigue subiendo. Un poco más arriba venden tofu azucarado en sopa de jengibre o refrescos. Era de esperar. Continua. Mira la ciudad, aparentemente lejos, al otro lado de la colina, la autopista y los rascacielos residenciales. Enmarcado entre estos cuerpos dorados y atemporales, el ahora se difumina, pero no sabes si es trampantojo o necesidad. Más escalones, más giros. Ellos siguen absortos en sus técnicas de meditación, de escapismo quizás. A medida que nos acercamos a la puerta de entrada, aumentan las poses obscenas y ridículas. Esta no es una experiencia trascendente. Nada lo es. Todo lo es. Bienvenido. Flores rosas y budas gordos en un fondo rojo. Imágenes de diosas asiáticas que podrían ser adoradas a miles de kilómetros por personas más oscuras. Es una hermandad ajena al Occidente. Quizá quiera serlo intencionalmente. Colinas. Montañas. No hay aire acondicionado aquí. Tampoco tiendas de muebles europeos, esas quedaron más abajo. Las imágenes parecen ahora más solemnes. Las cajas de donaciones se multiplican. Unas escaleras más alejadas llevan a otro pabellón, rodeado de viejas construcciones en ruinas, piedra cubierta de musgo. La torre en la esquina es diferente. Rectángulo de pequeños guerreros de piedra gris, todos amenazantes, violentos. ¿Sientes la energía? No entres, no saques fotos. Márchate. No es para ti. Baja las escaleras. ¿Tienes prisa? Los budas se burlan de ti como despedida. Fila dorada de vuelta a lo moderno, al plástico, a la inanidad. A tu mundo. ¿Qué fue esta experiencia? ¿Broma o trascendencia? ¿Cómo estar seguro? Al pasar junto a las oficinas gubernamentales reparas ahora en la puerta con un gran arco chino de piedra en la esquina de la calle. Gente local entra allí con gesto adusto, flores y construcciones de papel. La ceniza flota en el ambiente. No entres a tomar fotos, turista idiota. Respeta los cementerios. No hay budas burlones aquí. ¿Te sientes mareado por esta concentración de credos, costumbres y actitudes? Entra en el centro comercial. Siéntate y come un helado. Vuelve a tu país. Antes de que los fantasmas de estas colinas se rían de ti. Antes de que los budas dorados cierren la fila y te atrapen para siempre. ¿Quién es el burlado ahora?


Sunday, April 14, 2024

La Ciudad de la Violencia (VIII)

                                          El manicomio

¿Ves ese edificio de ahí, hija mía? Sí, ese gris y verde pálido, con las paredes desconchadas y ennegrecidas. ¿Sabes qué es? Un hospital, sí. Pero uno muy especial. Es el hospital para los enfermos mentales. El manicomio. Allí es dónde meten a todos los que han dejado de ser productivos, o a los que amenazan la productividad. El objetivo es curarles, volver a hacerles útiles para… no sé, para los que controlan y dominan todo esto. Para los dueños. Dicen que es para proteger al resto de los ciudadanos. Como si la locura fuera un virus. Como si la gente se volviera loca por pura biología, y no porque les vuelven locos. Pero a esos, a los responsables, las malas personas, los mentirosos, los manipuladores, los que tienen el corazón negro pero saben enseñar los dientes y disimularlo, a esos no les meten nunca en el manicomio. ¿Injusto? Claro, mi amor, vivimos en una sociedad regida por leyes, no por la justicia. Tienes que permanecer lejos de este edificio, hija mía, o pensarán que tienes a alguien cercano dentro, y entonces tomarán nota de tu nombre, y te considerarán una posible candidata a ingresar, tú también. Lo llaman herencia. Lo llaman fatalidad. Mecagüen su vieja madre. La mejor medicina para que no te ingresen en el manicomio es vestir un traje caro, y hablar con la suavidad de las serpientes, a ser posible en alguna lengua extranjera, y pasar rápido por delante de la entrada en un coche reluciente; para que no se atrevan a acercarse a ti. ¿Qué si alguno de los que entran allí ha logrado salir? Mira, en el manicomio no se muere casi nadie, al menos no oficialmente, y sin embargo es el más triste de todos los hospitales. Sobre todo porque hay gente a la que intentan convencer de que está enferma, muy enferma, pese a que lo único que han hecho es ser más sinceros que los otros y decir verdades que son como un perro asalvajado, que muerde sin considerar a quién ni cuándo. ¿Violentos? ¿Que qué hacen detrás de esas paredes, exactamente? No lo sé, hija mía, yo prefiero no decirlo, tengo nubes blancas cuando intento recordar… de ese blanco que es como una aguja afilada y muy larga, y lenta, muy lenta. Creo que hacen buenos ciudadanos, ahí dentro. Eso dicen. Mira, acércate, chiquita. Voy a contarte un secreto: creo que un día, hace mucho tiempo, los locos, pero estos de verdad, los realmente peligrosos, ¿eh?, se rebelaron y capturaron a todos los doctores y enfermeras, y se pusieron sus ropas, y desde entonces son los administradores del manicomio. Los amos de la ciudad no se enteraron, claro, porque nunca vienen por lugares tan siniestros y tan pobres como este, y además, mientras obedezcan, les da igual quién esté al cargo de la institución. Y así nos va desde entonces. No se lo cuentes a nadie, o te meterán ahí dentro. Anda, ahora corre, y vete lo más lejos que puedas de este lugar. Creo que ya vienen a por mí…


Tuesday, April 2, 2024

Geografías locales XIV

                                             Kennedy Town

Larga línea recta cortada por una curva cerrada en la que solía acabar el mundo de los negocios y la opulencia, hoy límite difícil de distinguir desde que ese puerto destartalado y negro como el plástico quemado sobre el asfalto se empezó a transformar en divertimento de occidentales de segunda categoría, y los estudiantes de la más sagrada institución educativa decidieron desparramarse por unas viejas calles en proceso de renovación. Barriada vertical, dividida en todos los sentidos por ese ascenso desde las aguas de industrialidad purulenta y proletaria, ras de mar donde lo humilde y lo gentrificado se observan con mutuo desdén; escaleras antaño pétreas y hoy motorizadas para que suba el dinero, suban las expectativas camino de la carretera de Pokfulam, de las familias rancias y respetables, con esa parada obligatoria en una universidad envuelta en pieles de serpientes varias, unas occidentales y otras autóctonas, reclamo turístico de los que trivializan la historia y sus divisiones para abarrotar aplicaciones sociales por todo el mundo; y, una vez superado el test de inteligencia y buenas maneras, o comprado su certificado equivalente -dirán algunos que es en realidad lo mismo-, más arriba aún, colina arriba, hacia la aristocracia sin historia de los que administran en nombre del poder, sea este el que sea.

Volvamos a ese puerto tristón y descuidado, a ese final abrupto de la ciudad y comienzo de la estrecha y clasista carretera costera. Fin de los hierros y cables del tranvía, fin de los restaurantes tradicionales y de los jóvenes y agresivos cocineros de Europa en busca de fama en el Oriente. Aquí ya no queda nadie que recuerde cuando los barcos se acercaban al figón cargados de pescados o mercancías. Eso fue en tiempos pretéritos. Las estilizadas torres boutique y sus apartamentos alquilables por días crecen voraces desenraizando a las comunidades dependientes de subsidios y sus construcciones interiores, patios secretos, ciudades enanas que nunca supieron ni quisieron entender la jerga de los fantasmas blancos que iban y venían un kilómetro más allá. Yo recuerdo a una muchacha que creció en uno de esos patios y que sabía mirar al mar y verlo siempre bello pese a la polución y la basura acumulada. Me pregunto dónde estará ahora. Habrá cruzado al otro lado del Puerto Victoria con sus padres, probablemente, más cerca de China y lejos de esos gwailos engañosos e incomprensibles como el que escribe esto, molestos e impúdicos en su afán de multiplicarse y cambiar el rostro de estas calles. Recuerdo también una calle con nombre de terraza, suspendida entre escalones de piedra y tráfico sobre nuestras cabezas, refugio de gatos, árboles infinitos y de un templo capaz de asustar a más de un adulto supersticioso por las noches, bendición económica para los que alquilábamos allí. Hoy ya no queda nada de eso. Estudiantes del otro lado de la frontera, occidentales ambiciosos, pero no lo suficientemente privilegiados, jóvenes profesionales hartos de tradiciones e imposiciones paternas. Supongo que no es mejor ni peor que aquello que yo viví, pero me produce vértigo la velocidad, la impermanencia del lugar. Empiezo a sentirme obsoleto, una antigualla. Improductivo, incluso. Innecesario, como esos viejos que caminan y observan las nuevas torres en construcción, los restaurantes con menús incomprensibles y precios obscenos. Sacude la cabeza y aprende a hacerte invisible. Márchate. Yo lo hice hace ya tiempo, antes de que llegara la línea de metro y su culebreo desintegrador. Ni siquiera me atrevo a volver. Recuerdo los autobuses abarrotados de empleadas domésticas los fines de semana, un cementerio cubriendo la colina entre tétrico y hermoso por su contraposición con la línea del mar, la dignidad engolada de los vecinos una vez se llegaba a Pokfulam, el contraste con lo de abajo; y, sin embargo, nunca quise subir colina arriba. Mis ilusiones nunca estuvieron allí. Ahora sé ya que nunca podrán estarlo. Kennedy Town, quizá un día morimos juntos tú y yo, nos transformamos en recuerdos fantasmagóricos flotando en esa terraza perdida, y ninguno supimos notarlo. Nadie sabrá apreciar la tragedia de nuestra pérdida. Los martillos que horadan la tierra para levantar esas nuevas torres relucientes retumban demasiado para que nadie escuche nuestros susurros.