En la Ciudad de la Violencia, al Administrador de Castigos le llamaron Juez. Su misión no era decidir la inocencia o culpabilidad del acusado, sino el grado de crueldad aplicable a la pena, y la duración del proceso, horrendo en sí. El Juez debía mostrarse siempre autoritario y avasallador, y para ello ensayaba en su casa de forma diaria las más horribles e histriónicas muecas y gesticulaciones. Su aspecto debía producir temor, especialmente las líneas del rostro, el movimiento de los brazos y el agarrotamiento de las manos; aunque un exceso de manierismo hacía a veces que el resultado fuera más bien patético, o incluso cómico, para aquellos que no participaban en el juicio. Los dedos del Juez debían parecer flechas envenenadas apuntando contra el acusado, largos, tensos, capaces de levantar sombra y gelidez abrasante allí donde indicaran. La voz del Juez debía ser retumbante, o en su defecto chillona, desabrida. Su tono debía causar un tipo de respeto basado en el miedo, exclusivamente. Los veredictos del Juez no tenían gran importancia, porque siempre eran fácilmente predecibles. El sufrimiento ajeno, para el Juez, era ejemplarizante y purificador. La sociedad debía construirse sobre él. La redención sólo se obtenía a través de la sumisión. A veces, el acusado fallecía durante el proceso, y eso facilitaba la labor del Juez, pues el fin de todo proceso era para el Juez demostrar el poder destructor de las Instituciones. En la Ciudad de la Violencia, la justicia se escribía con sangre en la piel del procesado.
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