Austin. Alrededor de la bahía.
¿Modernidad? Supongo que esto es la modernidad. Esto es el progreso. Grúas gigantescas. Hierro. Cemento. Cristal opaco desafiando a la luz solar, transformándola en sombras. Torres. Muchas torres. Rodeándote. Con formas diversas, con huecos en el medio, amazacotadas, separadas, estilizadas, inabarcables. La geometría rectangular y aplastante de los rascacielos se reproduce empequeñecida en unos amagos de jardín que interconectan las construcciones. La amenaza de una futura herrumbre, de la electrocución, de esos paneles descomunales lloviendo desde alturas obscenas, el espectro de los obreros muertos vagando furiosos bajo estas sombras amenazantes…Un puente que asemeja una oruga metálica enlaza varios lugares. Por sus tripas pululan diminutos humanos. Siéntete pequeño, insignificante, insecto en el enjambre; es una sensación buscada de forma consciente por los arquitectos. Ellos, desde luego, no vivirán aquí. Lo importante es la fascinación de la arquitectura: figuras robóticas, piernas infinitas del monstruo, bloques en conjunción imposible más allá del piso treinta; y esos huecos en mitad de algunas torres, para que circule el aire viciado de ese dragón milenario en el que todos creen pero que nadie ha llegado a ver, supersticiones de ricos tanto o más irracionales que sus criados. Entre tantos colores oscuros, un grupo de edificios refulge gracias al esmalte dorado de su fachada. Es necesario recordarlo: aquí fluye el dinero. Y por eso lo llamamos progreso. Quizá sólo por eso.
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