Tai Po Market
Aquí se hacinan las tradiciones de la chusma y el colorido de los que no tienen que educar el gusto. Aquí pasean los viejos, las empleadas domésticas, los trabajadores manuales, desempleados y amas de casa resignadas. Aquí el griterío y la suciedad ahuyentan a los del otro lado del río, los de las mansiones, y los de las torres que reniegan de su clase y les gustaría vivir en una mansión, aunque nunca lleguen a hacerlo. Todos esos viejos edificios chinos sin ascensor, sin guardas, una vez quizá custodiados por una comunidad en desintegración, ¿quiénes son sus habitantes hoy? Nadie, fantasmas arrugados y trabajadores precarios, inmigrantes muchos, cuyos nombres no salvaguardarán estas puertas. Todos esos viejos edificios resistiendo el empuje destructor de la especulación inmobiliaria, los grandes amos que desearían transformar toda esta pobreza retenida en escombros para levantar torres esbeltas y asépticas con las que seguir disparando los índices de desigualdad en la ciudad. Este barrio es un signo de resistencia, de memoria, de negación. Pero también lo es de clandestinidad, de submundos de apuestas, deudas brutales, castigos heredados, códigos invisibles, tristezas insertas entre lo oficial y lo real. Pequeños señores feudales cuyo territorio son unas pocas calles, bajando desde los pueblos remotos y temidos a cobrar tributo entre los vecinos y comerciantes, con la inteligencia reptante de varias generaciones que han aprendido a mimetizarse con las leyes y con el poder del silencio. ¿Dónde acaba el crimen y empieza la diversión en Tai Po Market, o viceversa? Difícil de descodificar para un extranjero. Mucho mejor no intentar averiguarlo. Quedarse a la puerta, observar las decoraciones, comer algún tentempié local grasiento y humeante, charlar con las muchachas surasiáticas los domingos, no cruzar el umbral de un mundo ajeno, apenas insinuado. Más sabio si te quedas al otro lado del río, montas en bici los fines de semana y visitas algún bar en el que te hablen en la lengua de los fantasmas. Y esa tienda de maleficios y males de ojo, baja la cabeza al pasar. Nunca se sabe. Olor de tripas asadas y pequeños puestos familiares que se retuercen por sobrevivir entre mordiscos de globalización y cadenas de venta. Un mundo muere, o se esconde, y sabemos con tristeza que ni siquiera nos percataremos de su desaparición. Al final quedará un museo herrumbroso con un viejo vagón de ferrocarril, visita obligada con los niños, o un poste rojo y negro con fotografías y dibujos de lo que fue cultura una vez. Y las torres, esperando para llegar, su sombra proyectándose incluso antes de su construcción. Tai Po Market, un mundo sucio y rudo que se ha hecho viejo, y quién sabe si alguna vez será.
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