El perro apaleado, maltratado y despreciado por todos, tiene que convivir con la tentación diaria, podría decirse que justificada, de acabar revolviéndose y mordiendo. Para que la magnitud del mordisco aplaque la de la ofensa, se deberá lanzar a la yugular y apretar con todas sus fuerzas. La tentación de este impulso la han alimentado, de manera lenta pero inexorable, todos los insultos recibidos sólo por existir y estar ahí, figura triste y lastimera que refleja la mala conciencia de esos otros crueles e implacables. El pobre animal pensará: “si ya me llaman perro rabioso y piden que se me neutralice, y ninguna persona se para a defenderme y a decir que no conocen a nadie a quien haya mordido, ¿por qué no habré de darme al menos esa satisfacción momentánea y primitiva de la sangre, por qué no?" El perro apaleado, obviamente, no conoce ni entiende la historia de Job, ni los cuentos virtuosos con los que instruyen a los niños de bien, esos mismos niños que compiten en tirarle piedras en la explanada cuando tienen ocasión…
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