Era increíble. Después de tantos años, después de todo lo ocurrido, aún conservaba, de alguna forma, el aura de pureza inocente del eterno aspirante a tonsurado, esa ausencia de dudas y ese optimismo irrebatible de quien todavía desconoce la traición y sus decepciones reverberantes. Podía notarse en su forma de caminar, en ese ligero encogimiento forzado del que persigue obsesivamente la humildad. Ese aura única, oscilante entre lo lastimero y lo grandioso, seguía acompañándole como una sombra. Debía ser ya el último capaz de ese efecto de entre todos nosotros. Yo le veía acercarse lentamente desde el otro lado de la calle, y temblaba quedamente presa del miedo y la frustración.
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