En la Ciudad de la Violencia se decidió cambiar el nombre del Ministerio de Justicia al de Ministerio de Castigo y Purificación, cuyo fin último sería perseguir y escarmentar a los alborotadores y a aquellos que cuestionaran el buen hacer de las autoridades. La función de la Justicia pasaría a ser, entonces, castigar, y no dictaminar.
Ante la imposibilidad de que pudiera haber Justicia sin Orden, se decidió transformar el espíritu de las leyes, para que estas tuvieran un carácter punitivo por encima de todas las cosas.
El emblema para representar a la Justicia también cambiaría, y sería el de un gigantesco dado de doce caras, tantas como Altos Magistrados tuviera el Tribunal Supremo de Apelación, de composición secreta e impenetrable para la sociedad civil.
Mencionar públicamente el nombre de un juez en vano se convirtió en delito de blasfemia institucional y alteración del orden público. Los jueces, al igual que el Rey, eran bienes inalienables del Estado, y como tal debían ser reverenciados por todos los sujetos o súbditos de dicha entidad.
Asimismo, ningún juez podría ejercer su cargo sin llevar las austeras ropas rituales, y sobre estas un disfraz suntuoso a elección de su señoría, con el que simbolizar su relación con el caso y las partes implicadas. Los comentarios en la prensa sobre el proceso deberían centrarse en la vestimenta y gestualidad del juez en cuestión, y nunca en los procedimientos y sentencias, bajo delito de anatema. La belleza y perfección de la actuación judicial se mediría, exclusivamente, en la severidad de la pena.
Palabras como crueldad, sadismo, corporativismo o parcialidad se prohibirían, y pasarían a sustituirse por un término englobador y más neutro, tal como “practicidad coyuntural”. Los principios más altos en el ejercicio de la jurisprudencia serían la eficiencia y la lealtad. Abstracciones de carácter ético serían desaconsejables, aunque una pizca de moral, encauzada en la dirección correcta, podría tolerarse, siquiera de cuando en cuando.
La expresión “protocolo procedimental” pasó a sustituirse en la jerga informal y popular, esa de mugrientas habitaciones mal iluminadas y charcos sucios agostándose en el pavimento, por la de “niveles de sufrimiento”.
Y, de este modo, la Ciudad se convirtió en una gran balsa de aceite. Ensangrentada, eso sí, pero aceite al cabo.