Cheung Sha Wan, salida del metro. Avenidas industriales, brillantes y a la vez mugrosas, un mundo propio, totalmente ajeno al cosmopolitismo de la isla. Por supuesto que estás en China, imbécil. Aquí sí. Camina. Las calles son demasiado estrechas para permanecer parado. Sólo la carretera es ancha. El horizonte también parece inabarcable, amenazante: un edificio tras otro, grutas oscuras donde bulle el comercio de medio mundo, envuelto en olores difícilmente definibles y santificado en lenguas imposibles. Efectivamente, deberías haber contratado un guía o interprete antes de venirte. Primero, oficinas. Nada especial. Alguna tienda aséptica, globalización de los servicios. Luego moles industriales. Los trajes dejan paso a monos con lamparones. Ya no te bajan la mirada aquí. No les gustas. Eres un payaso inútil e ignorante en un lugar donde crujen los huesos cada día para poder sobrevivir. No te pares. Aparecen varios concesionarios, talleres... En una ciudad sin extrarradio no es sorprendente que estén precisamente en este lugar. Comienzas a entrever la lógica de esta monstruosidad. Escalofrío. Un semáforo. Espera y mira. Calles transversales que dan a escuelas, puntos ciegos, una infinita colina de roca. Finales abruptos que dejan dos únicas direcciones. Ni un sólo espacio público. Demasiado caros. Y ese tráfico incesante. ¿Por qué? A medida que avanzas, más y más ancianos te rodean. Impertérritos, desafiantes a veces...Al final de la calle está el complejo hospitalario, su mundo, un infierno burocrático de ascensores y funcionarios malencarados con poca paciencia para los que tardan demasiado en morirse. En el nivel más bajo, la puerta del averno, el Mortuario, con su estatua blanca, no de un ángel sino de un religioso occidental. Claro. La empatía la construyeron desde fuera, te dicen, y la llamaron caridad. Así funcionan las cosas todavía en esta ciudad. Si sigues caminando, al final de la calle tienes la entrada de vehículos al hospital público. Un giro imposible que ilustra las dificultades de ser pobre y acceder a un trato digno en Hong Kong. La cruz en el círculo rojo. Emblema, todo es simbólico aquí. Los espíritus se agarran a la pared de roca para guardar la entrada, árboles de raíces infinitas en equilibrio imposible. Reza a tu dios para no cruzar este umbral. Más allá, las casas sobre la colina. Recientes, modernas. La riqueza también ha llegado a esta barriada y se manifiesta vertical, ajena, como de costumbre. No es tu lugar. No es nada que alcances o quieras comprender. Escapa mientras puedas. Tan sólo es un punto gris en la Península de Kowloon; y tú, ni siquiera eso.
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